Diego Maradona ha fallecido este miércoles en Argentina, según han informado varios medios argentinos. Sufrió un paro cardíaco.
El entrenador de 60 años estuvo a principios de este mes diez días internado en una clínica de Buenos Aires por anemia, deshidratación y con un «bajón anímico», pero al hacerle chequeos se le diagnosticó un hematoma subdural por el que fue operado.
Nadie le dio a Diego las reglas del juego. Nadie le dio a su entorno (un concepto tan naturalizado como abstracto y cambiante a la lo largo de su vida) el manual de instrucciones. Nadie tuvo el joystick para poder manejar los destinos de un hombre que con los mismos pies que pisaba el barro alcanzó a tocar el cielo.
Quizá su mayor coherencia haya sido la de ser auténtico en sus contradicciones. La de no dejar de ser Maradona ni cuando ni siquiera él podía aguantarse. La de abrir su vida de par en par y en esa caja de sorpresas ir desnudando gran parte de la idiosincrasia argentina. Maradona es los dos espejos: aquel en el que resulta placentero mirarnos y el otro, el que nos avergüenza.