En los tiempos de prosperidad, de buena salud, de paz, de seguridad y de alegría, en esas condiciones no es posible saber cuán firme y verdadero es el amor que nuestra pareja y amigos nos profesan.
Es cuando llegan las pruebas, las adversidades y los golpes de la vida, y la alegría de tu rostro se tiñen de melancolía, de desesperación y de tristeza, y tu cuerpo se convierte en un despojo adolorido empotrado en un lecho que es tu cárcel, es allí cuando urges, al menos, una gota de cariño, de amor, de aquellos que cuando tenías la salud de un toro y la economía te sonreía, dijeron ser tus amigos, y de las mujeres que en vida amaste te profesaron amor eterno. Allí es donde conocemos de veras la auténtica amistad y el amor verdadero.
Hoy, desde hace cuatro meses convalezco en mi lecho, que es mi tumba en vida, mascullando verbos, adverbios y adjetivos de un sinfín de cuentos y poesías tristes matizados de nostalgia, vestidos de melancolía y, como todo escritor, quiero escribirlas, mas no puedo. Pues, sentarme o caminar, para mí son utopías. Vivo noche y día crucificado en un madero de cuatro patas masticando mi agonía. Y duelen… Duelen los achaques de la vida, que de pronto llegan montados en la balsa de Caronte por las aguas turbias de la Estigia de mi cuerpo.
Pero no siempre he estado así, he ganado muchas batallas en la vida. Tuve la fuerza y la salud de un potro fiero. Amigos incontables, como arenas de los mares, me rodearon por favores o para contagiarse de mis éxitos fortuitos. Algunos de ellos, a quienes agradezco, han pasado por mi lecho batiendo sus alas de ánimo, de conmiseración y de consuelo. En este lecho donde mi cuerpo atormentado por los agoreros de la muerte, es ahora un fantasma quejumbroso de huesos y pellejos que sucumbe ante las garras de los demonios sanguinarios que batallan ferozmente cual bárbaros guerreros del indómito Gengis Kan.
En cuanto al amor, Dios me ha hecho probar las delicias de los besos y también, por qué no decirlo, de los placeres carnales. He sorbido compulsivamente del néctar de los labios purpúreos de las hijas de Eva y he recorrido con mis dedos y mi boca cuerpos curvos y convexos. Y en mi vida no he tenido ni pocas ni muchas, quienes, en su momento, en la abundancia y en el fragor de las caricias, me susurraron palabras trilladas como: Te quiero, te amo, eres el amor de mi vida, siempre te amaré, en las buenas y en las malas. Palabras huecas, vacías. Palabras de papel que el viento se los llevó por el crepúsculo de olvido.
Amigos, como dije, por mi lecho pasaron. Y ellas, ¿dónde están? Por el amor que algún día nos tuvimos, pensé que al menos una regaría mi lecho con su presencia de rocío, acongojándose por este ser que se ha convertido ahora en un miserable sin fuerzas y casi ya sin vida. Y yo sorbería, compulsivamente, con un gozo momentáneo, las gotas de su aprecio o, al menos, el lirio de su lástima. Pero no, todo eso es una quimera, una fantasía, un oasis en el desierto de mi vida, pues todas ellas brillaron por su ausencia. EXCEPTO UNA.
Una mujer que nunca pidió nada, mas me dio todo. Desde siempre. Desde niño. Una mujer que sufre y llora por mis dolores, cargando mi cruz en mis días y mis noches. A mi diestra. Tomándome de la mano. Alimentándome. No dejándome caer en el abismo de la desesperación y el abandono. Dándome de beber de su cáliz del consuelo.
Lavando mis heridas. Vistiéndome. Y por ella y por su gracia, aún me mantengo vivo. Aquella mujer es mi MADRE. Aunque creo, en realidad, creo que es un ángel. Un ángel que el Creador, en su infinita misericordia, me bendijo para que me asista en mis días de infortunio.
Ahora, haciendo las sumas y las restas, puedo afirmar que, de todas las mujeres que tuve en mi vida, de todas ellas, verdaderamente, mi madre es LA MUJER QUE MÁS ME AMÓ.
Por Julián Rodríguez