Los sesenta y siete años de vida que ha respirado doña Vilma Dávila Pastrana, no solo han oxigenado cada célula de su cuerpo vigoroso, sino también el espíritu, que se ha vuelto indomable ante tanta incomprensión, muchas de ellas, convertidas en traición.
En un país donde la corrupción parece ser lo normal, enfrentarla, es atentar contra la costumbre de oler la podredumbre moral, sin que nuestra faz dibuje algún gesto de rechazo.
No es extraño entonces, que las leyes, aquellas que dicen, imparten justicia, hayan sido secuestradas para ser utilizadas contra quienes construyen utilizando la honestidad, como su herramienta principal.
Por lo tanto, no sorprende que algún o algunos incapaces de alimentar sus almas con el nutriente que da el buen actuar, hayan acusado, vilipendiado y condenado a una atrevida mujer, que solo cometió el delito de trabajar pensando en el bienestar de su comunidad.
Si ya era demasiado atrevimiento todo ello, el que fuera mujer y además honesta, la hizo más insoportable para quienes en su oportunidad no hicieron nada – ahora tampoco lo hacen- pero si, consumieron con voracidad los ingresos dinerarios de la comunidad. El consumo, parece, que aún continúa y con mayor avidez.
Fue mucha ofensa, para los “machos” estériles en virtudes, que desnudaran sus incapacidades y, como acostumbran actuar los ineptos, intentan destruir honras ajenas y paralizar todo lo bueno que han logrado las dirigentas; para ello solo les ha bastado seguir los dictados de su ignorancia en valores, la de sus intereses personales y, al parecer, la de algunas mineras.
Un fiscal, ahora separado del Ministerio Público, y un juez ajeno al buen criterio, se han plegado a la insensatez –generoso adjetivo para tanto estropicio moral- uno acusando y el otro condenando.
Si, estos representantes de la ley y supuestamente de la justicia, hubieran recogido en su andar por este mundo, siquiera, un poco de sabiduría, hubieran podido darse cuenta de algo, que solo logran los seres sensibles y con discernimiento, como es, reconocer la honestidad en el semejante.
Les hubiera bastado fijar sus ojos en la injusta acusada, ahí, en la mirada de Vilma Dávila se encontraba la inocencia y, no tendrían que padecer, ahora, la vergüenza de su errada decisión.